domingo, 7 de marzo de 2010

japonesas Solas en la multitud

Solas en la multitud




Cientos de miles de jóvenes japoneses viven inmersos en la más profunda tristeza, absolutamente desconectados de los otros humanos. A través de internet, algunas de estas personas, sobre todo mujeres, se atrevieron a contar qué les pasaba. El fenómeno crece paralelo al desajuste en una sociedad muy competitiva, donde prima la fachada frente a los verdaderos sentimientos.




Keiko , de 25 años, sentada en un vagón de la línea de Yamanote. Todos los días, millones de japoneses pasan horas en los transportes públicos debido al largo recorrido entre su vivienda y su lugar de trabajo




Una de las primeras cosas que te sorprenden al llegar a Japón es el silencio que parece arroparlo todo. Es algo difícil de creer, tratándose de un país entre los más industrializados, densamente poblados y tecnológicamente avanzados del mundo. Personas y objetos se mueven muy rápido, pero sin tocarse nunca ni provocar un solo ruido innecesario, como guiados y protegidos por un misterioso sistema de rebote anticolisión.

Los trenes desfilan a una velocidad asombrosa deslizándose suavemente sobre los raíles. Los automóviles discurren incesantemente y ni se nota su ronroneo, atenuado, de motores y escapes. En Tokio, como en cualquier municipio del interior, nadie grita, todos hablan bajo, casi murmurando. Si es que hablan. Las únicas excepciones son los salones de pachinko y las tabernas repletas de asalariados borrachos la noche del último viernes de cada mes, día de pago. Pero el silencio de los japoneses no es sólo un silencio acústico, material. Es un silencio psicológico y emocional de lo más profundo.




Yasuko, de 19 años, suele refugiarse en un karaoke cuando la soledad se hace demasiado intensa. "Por pocos yenes, puedes alquilarte un box todo para ti. Cierras la puerta y cantas. Cantas, hasta que te olvidas de ti, de todo."



En el año 2000, la prensa internacional empezó a interesarse por un insólito fenómeno que supuestamente se produce sólo en Japón. La palabra hikikomori, cuya traducción literal es recogimiento, alejamiento, fue empleada por primera vez para indicar un síndrome agudo de aislamiento social.

El Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar japonés define oficialmente hikikomori como el hecho de negarse un individuo a salir físicamente de la casa de sus padres y, por consiguiente, su alejamiento de la sociedad a través de un encierro voluntario por un periodo superior a seis meses. Sólo existen estimaciones sobre el número de personas que se encuentran en esa situación, que oscila entre trescientas mil y un mi-llón. Se trata de jóvenes de entre 14 y 35 años, y la mayoría de las familias afectadas se esfuerza en ocultarlo.




Junko, 35 años. "La vida en sí es una eterna soledad. Incluso cuando por dentro te estás muriendo, tienes que mostrar una sonrisa. Ahora, aquí, delante de la cámara, soy yo misma."



Esta definición categórica y esas cifras no reflejan la complejidad del fenómeno, sus considerables variantes y su alcance real. En muchos casos, la duración de la clausura, que a menudo acaba transcurriendo entre las cuatro paredes de una habitación y sin ningún tipo de contacto directo ni siquiera con los parientes más cercanos, se dilata varios años. Sin embargo, la dificultad no se manifiesta repentinamente, de un día para otro, sino gradualmente. Un adolescente empieza a desatender la escuela, se entristece, habla cada día menos, pierde a sus amigos... Ciertos elementos en su entorno pueden tener un papel importante, sobre todo el ostracismo o la discriminación por parte de los compañeros: porque tiene sobrepeso o acné, o un defecto de pronunciación, o proviene de otra ciudad o, simplemente, encaja mal con las reglas del grupo. Lo que dispara el encierro es casi siempre un acontecimiento aparentemente banal, una gota que hace desbordar un vaso ya lleno.

Pero estas discriminaciones ocurren en todas las sociedades del mundo. Surge espontáneamente la curiosidad de saber qué es, en Japón, lo que realmente empuja a cientos de miles de jóvenes a convertirse en la sombra de sí mismos, a transformarse en apáticos fantasmas dependientes, en todo y para todo, de la familia que los ampara. De la madre que todas las noches, fiel y pacientemente, deposita una bandeja de comida delante de la puerta cerrada de una habitación que se recogerá cuando todas las luces se hayan apagado y el último ruido haya desaparecido en la casa, engullido por la oscuridad.




Ai, 37 años. "Me acuerdo de un tiempo en que había esperanza y confianza. ¿Quizá sea sólo una trampa de mi imaginación? Me gustaría que me fotografiaras delante del mar…"



Japón, un archipiélago separado del resto del mundo por un océano azotado por tempestades en invierno y tifones en verano, ha permanecido impenetrable durante siglos. Quizá por eso existen actitudes endogámicas, que parecen ancladas a un orden feudal. A lo largo de su historia, el país, para asegurar su propia supervivencia, impidió conflictos internos desarrollando el concepto de wa, la armonía social. La personalidad japonesa está hasta tal punto moldeada por esa continua presión, que hoy se considera virtud capital el saber actuar según sus dos componentes antitéticas: tatemae y honne. El primero significa, literalmente, la fachada, o sea, la conducta y las opiniones que un individuo tiene que adoptar en público según lo que la sociedad espera de él. El segundo concepto hace referencia a los sentimientos sinceros y los auténticos deseos. Como por un complejo juego de espejos semitransparentes, nadie puede establecer con absoluta seguridad si lo que su interlocutor está expresando o haciendo es lo que realmente piensa o quiere.




Miho, 40 años. "Cada día es lo mismo. Todo es blanco, inmensamente blanco. Mi piel es blanca, mi habitación es blanca, esta ciudad es blanca. El futuro es blanco. Deja que me ponga el kimono."



Pero la ausencia de una comunicación sincera y la represión de las emociones no son el único problema estructural que aflige a la sociedad japonesa. Valiéndose de la retórica de la docilidad, la obediencia y la obligación hacia la autoridad que están en la base de las enseñanzas del confucionismo y de la ética zen, el poder ha logrado imponer la norma del sacrificio individual en nombre del interés superior de la comunidad. Más allá del trillado estereotipo del harakiri, el resultado más reciente de esta doctrina es la impresionante regeneración de Japón en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Los hombres no están nunca en casa. Salen muy pronto por la mañana, trabajan sin interrupción y vuelven muy tarde por la noche, tan cansados que se duermen encima de la cena. Prácticamente cada día hacen tres o cuatro horas extra, no remuneradas, o van a la empresa el domingo porque no pueden dejar el trabajo sin terminar. Hay seis días de vacaciones al año. Los terribles efectos de este sistema inhumano repercuten duramente sobre los niños, desde sus primeros años de vida.

Los puestos con mejor retribución y las compañías con garantía de estabilidad sólo son accesibles a los jóvenes graduados en las mejores universidades. En Japón, el acceso a esas universidades se regula a partir del prestigio de los institutos de secundaria de donde procede el candidato, además de sus notas. Y así sucede, de eslabón en eslabón, a través de las escuelas de primaria, por un estricto automatismo de selección, hasta el nivel más básico: incluso los parvularios realizan pruebas de admisión. En un mundo tan competitivo, no es difícil imaginar la enorme presión que ejercen sobre los pequeños, especialmente en los varones, las expectativas en términos de superación. Quizás eso podría explicar por qué, a falta de estudios científicos y estadísticas fiables, el Gobierno y los medios coinciden en señalar el hikikomori como un comportamiento exclusivamente masculino.




Fumiko, 22 años. "Me he puesto un globo debajo del vestido. Me quiero ver como si estuviese embarazada. No podré tener hijos, ¿sabes?, por culpa de las medicaciones que tengo que tomarme. A mi edad, mi madre ya tenía dos niños."





“No es cierto”, dice Muramatsu Tsutomu, un ex hikikomori de 37 años que ahora trabaja como monitor en New Start, una organización sin ánimo de lucro que ayuda a los hikikomori a reinsertarse en el tejido social. “Aunque la proporción de las personas que acogemos es de aproximadamente siete varones por cada mujer –explica–, el fenómeno afecta en igual medida a ambos sexos. Lo que pasa es que, si un hombre se niega a trabajar y se aísla en su casa, es un fracaso social, un individuo improductivo, una traición viviente de los valores dominantes.”

Tsutomu habla con voz suave, intentando mirar a los ojos a pesar de su evidente timidez. Se mueve con gestos medidos, lentos. Asiente ligeramente con la cabeza cuando el intérprete traduce sus reflexiones, aunque no entiende ni una palabra de inglés. Detrás de él, en la cocina de la cafetería gestionada por la asociación, cuatro o cinco veinteañeras huidizas acaban de limpiar fogones y repisas antes del cierre de la tarde. “Al contrario, si una chica no sale de casa, habla poco o nada, no mantiene contactos –continúa Tsutomu–, nadie lo considera un problema. Se entiende que es algo normal, incluso positivo. Todo depende del punto de vista con que se miran las cosas, de cómo se quieren ver, del nombre que se les da.” He ahí otra etiqueta social: según la tradición, una chica tiene que ser reservada, humilde, sumisa, pasiva. Hasta la invisibilidad.

Nos trasladamos a uno de los dormitorios. Aquí se alojan las personas que están en la etapa final de su recuperación. Algunas de ellas ya salen para ir a trabajar en alguna ocupación sencilla, pero no se sienten todavía lo suficientemente seguras como para asumir la responsabilidad de una vida independiente. Una mujer –podría tener alrededor de 30 años– está acurrucada en un sofá, en el rincón más oscuro de la sala. Ni siquiera levanta la mirada; sigue impasible con las agujas y su trabajo de punto.




Megumi, 24 años. Con cinco años, suplicó a su madre que le comprara unas gafas, aunque su visión era perfecta. Encargaron unas sin corrección. "Era y es la única manera de soportar lo que hay allí fuera", dice. "Sin ellas, cada gesto, cada palabra me hiere.



Junto con mi asistente, Shinohara Hiroyuki, decido poner un anuncio en internet en que pedimos la colaboración de personas que se encuentren en una situación de retraimiento y estén dispuestas a contarnos su historia y a posar para un retrato, del cual decidirán los detalles: el dónde, el cómo, el cuándo. Colgaremos el anuncio en una comunidad concreta. (En Japón, las hay para cualquier cosa, desde pasearse por las calles de Tokio disfrazados de un cierto personaje de manga, hasta pactar suicidios colectivos: quien desea quitarse la vida y no logra reunir el coraje preciso para hacerlo a solas puede hallar a otras personas en su misma situación para dar ese paso juntas.)
Paulatinamente, alguien empieza a manifestarse. La mayoría, sorprendentemente, son mujeres, algunas muy aisladas, otras un poco menos, otras que lo han estado durante mucho tiempo. Se percibe un malestar colectivo insondable y de magnitud asombrosa. El proceso se alarga durante meses, antes de que finalmente podamos organizar los encuentros. Es una sobrecogedora inmersión en las profundas y turbias aguas de las normas culturales, los códigos, las apariencias de la sociedad japonesa. Poco a poco, aprendo a distinguir matices a primera vista insignificantes y percibo cada día más, físicamente, en los gestos, miradas y cuerpos de los que me rodean, la tuerca invisible que se cierne inexorablemente sobre todo y sobre todos. En realidad, el hikikomori no es más que la punta de un iceberg de soledad, incomprensión y alienación. Es el colapso de un sistema.

Muy emocionado, llego con antelación a la primera cita. En el pequeño atrio de la estación Marunouchi de Ogikubo, en las afueras de Tokio, soy el único extranjero. Además, soy el único que lleva una cámara colgando del hombro. “¿Será ella?”, me pregunto. Desde hace diez minutos, una joven está a mi lado, a tres metros de distancia, apoyada en la misma pared. También parece estar esperando a alguien, pero no reacciona a mis miradas. No hay allí nadie más que se parezca a una mujer de 23 años, así que empiezo a pensar que quizás Akemi, en el último momento, ha reconsiderado su decisión y no vendrá. Sólo cuando mi asistente llega y llama al móvil de contacto, la chica de al lado responde mientras nos mira. Hace una reverencia esbozando una tímida sonrisa y se acerca, identificándose como Akemi. Es algo conmovedor cuando, una vez en un espacio privado e íntimo entre los tabiques de un café y comprobado nuestro en, la conexión de nuestras esencias, todas las barreras se derrumban y Akemi se nos entrega, revelándonos su historia, su sufrimiento, su soledad. Después, saldremos para que nos lleve al lugar donde quiere que la retrate. Lo que más necesita es que alguien comparta algo con ella, la escuche realmente, no la juzgue, la entienda.




Toshiko, 29 años. "No hay nada. Nada ni nadie. Nada detrás, nada delante. Mis ojos están secos; ni siquiera hay lágrimas. Sólo puedo pegar a la pared, o romper platos, o quemarme la piel."



Esta experiencia humana se repite en cada encuentro, hasta el día del último retrato: quedamos con Chie en la estación de autobuses de un pequeño pueblo de Kyushu, a 900 kilómetros de la capital. De alguna manera, es un acontecimiento: es un día de agosto, y la última vez que ella salió de casa era primavera.

Sin embargo, por lo menos, ella, desde su escondrijo, ve el paso de las estaciones: no ha tapiado las ventanas de su habitación con cinta negra, como han hecho otras personas. Porque para algunos hikikomori, a partir de un cierto momento del encierro se hace insoportable incluso la simple visión del sol, del mundo exterior. Sus existencias transcurren en permanente penumbra, en la que sólo brilla la pantalla de un ordenador, una consola de videojuegos, una débil bombilla. Duermen mucho durante el día y son más activos con la oscuridad. Ocasionalmente, algunos, durante la noche, se atreven a realizar furtivamente una breve salida. La tecnología es su potente aliado y, al mismo tiempo, su peor enemigo: los pocos contactos que subsisten son virtuales. Pocos, en realidad, llegan a tales e***. De las personas que me contaron su historia, hay quien se quedaba largas horas contemplando el techo o una pared, quien escribía, quien escuchaba música. La mayoría pasaba el tiempo leyendo, jugando con la PlayStation hasta doce o trece horas seguidas o navegando en la web.




Sakura, 25 años. En un aparcamiento, Sakura escenifica el origen de su sentimiento de soledad. "Mi padre siempre estaba ausente. Yo tenía cuatro años cuando mi madre sufrió un ataque al corazón. Me dieron la llave del piso. Iba al parvulario yo sola, y por la noche una tía venía a traerme comida."





La reciente y enorme expansión del fenómeno está con toda probabilidad relacionada con el crac de la Bolsa de Tokio de 1990, que marca el final de la burbuja económica después de cinco años de inverosímil prosperidad y el principio del periodo de honda recesión que sigue aún hoy. Es a partir de ese momento que la tormenta social que se iba incubando en el horizonte de Japón se desata con toda su potencia.

Con la quiebra del sueño de un futuro profesional y social más independiente y creativo, e incluso del incómodo pero tranquilizante patrón del empleo de por vida a cambio de fidelidad a una empresa, el mundo de algunos jóvenes japoneses se derrumba. Para ellos, la perspectiva es aterradora. En un sistema donde no hay esperanzas, no ven razones para luchar. Pero en un sistema donde difícilmente hay segundas oportunidades, si dejas de luchar, estás perdido.
A pesar de lo que se podría suponer, esta crisis radical afecta más a las mujeres que a los hombres. Mirándolo desde el punto de vista de la relativa emancipación que han logrado, aunque ahora tengan acceso a la educación superior y supuestamente al empleo –cosa que las expone a las mismas presiones que sufren los varones–, sus auténticas oportunidades de carrera siguen siendo mínimas. Desde el punto de vista de la tradición, lo que pierde sentido es su función primordial: la perpetuación de la estructura familiar. Japón ya no necesita a madres que se conviertan en protectoras-sirvientas de sus hijos, que vigilen y actúen para que nada ni nadie les moleste o distraiga, les quite tiempo o concentración, se interponga en el camino de su producción de ciudadanos ideales.

Es de noche. El río Sumida-gawa fluye oscuro y tranquilo. Las calles están perfectamente limpias y desiertas. Sólo una forma humana, poco más que una sombra con unos auriculares, cruza discretamente por un paso a nivel, se perfila un instante contra las luces fluorescentes de una tienda abierta las 24 horas y se esfuma en la distancia. Lejos, una ventana brilla encendida en la fachada negra de un edificio dormido. Mañana, la lonja de Tsukiji estará llena de un pescado fresco y maravilloso. La televisión emitirá programas demenciales sin reparo. La gente hará colas de hora y media a la intemperie para comprar un donut en la tienda Krispy Kreme, delante de la estación de Shinjuku. Los trenes llegarán en el minuto preciso, y las puertas se abrirán exactamente donde los pasajeros están esperando, ordenados, sin rozarse, en silencio. Todo perfecto. Como siempre.°






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1 comentario:

  1. Ese tipo de personas que se quedan rezagadas existen en muchos otro paises en promedios mucho mayores, almenos en Japon se mantiene el repeto y el orden algo muy poco cultivado hoy en dia en occidente.

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